viernes, 20 de diciembre de 2013

Te levantas un día cualquiera, en una cama que te resulta extraña, aunque sea en la que siempre has dormido. Hay algo diferente. Echas de menos que te despierte el olor a café recién hecho, oír a alguien haciendo tanto ruido en la cocina que parece que han entrado a robar. Echas de menos despertar y que nadie haya tirado de las mantas hasta dejarte totalmente indefensa. Que toda la ropa esté tirada por el suelo y que su camisa espere ansiosa sobre la silla a que te sumerjas en ella y te acerques los puños a la cara para oler la colonia que le regalaste las primeras navidades que pasasteis juntos. Echas de menos sentir una sonrisa asomando inconscientemente por la comisura de tus labios, e incluso el miedo que sientes cuando no le encuentras abrazándote, antes de darte cuenta de que está apoyado en la ventana fumándose tus cigarrillos. Y por qué no, echas de menos cuando ponía los pies en la mesa y dejaba la casa entera echa un desastre. Le echas de menos a él, aunque no quieras admitirlo. Te das cuenta de cómo han cambiado las cosas en tan poco tiempo. De cómo las estanterías se han ido vaciando de sus libros y sus discos, de cómo la camisa sobre la silla ha sido sustituida por polvo. Y te arrepientes de haberle dejado ir sin más, limitándote a mirar cómo salía por la puerta y no hacer nada.

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¿Conoces esa sensación de que algo te falta? Que echas de menos a alguien, que nadie consigue llenar el vacío que dejó cuando se fue. La sensación de no ver nada de la misma forma, de no sentir más que miedo a que te haga daño cualquier otra persona que no sea él, alguien que no sepa curarte las heridas que te hace.
Es algo raro, ¿no crees? Pensar en alguien de la misma forma -o más bien quererle de la misma forma- la primera vez que le ves, cuando te enamoras de ese alguien y cuando se supone que debes odiarle.