martes, 17 de abril de 2012

LJDH

—¡No! ¡No lo hagas, Katniss! —Me aprieta la mano con fuerza, haciéndome daño,
y noto por su voz que está enfadado de verdad—. No mueras por mí. No me harías
ningún favor, ¿de acuerdo?
—Quizá también lo hice por mí, Peeta —respondo; aunque me sorprende su
intensidad, entiendo que es una oportunidad excelente para conseguir comida, así
que intento seguirle el rollo—. Quizá lo hice por mí, Peeta, ¿se te había ocurrido
pensarlo? Quizá no eres el único que..., que se preocupa por... qué pasaría si...
Estoy mascullando, las palabras no se me dan tan bien como a Peeta, y, mientras
hablo, la idea de perderlo de verdad vuelve a golpearme y me doy cuenta de lo
mucho que me dolería su muerte. No es sólo por los patrocinadores, no es por lo que
pasaría al volver a casa y no es que no quiera estar sola; es él, no quiero perd—¿Qué pasaría si qué, Katniss? —me pregunta, en voz baja.
Ojalá pudiera cerrar las compuertas, bloquear este momento y ponerlo fuera del
alcance de los entrometidos ojos de Panem, aunque significara perder comida. Lo
que yo sienta es asunto mío.
—Ésa es la clase de tema que Haymitch me dijo que evitara —respondo, a la
evasiva, aunque Haymitch nunca me haya dicho nada parecido. De hecho,
seguramente me está maldiciendo a voces por soltar la pelota en un momento con
tanta carga emotiva. Pero, de algún modo, Peeta recoge la pelota.
—Entonces tendré que rellenar los huecos yo solo —dice, acercándose.

Es el primer beso del que ambos somos plenamente conscientes. Ninguno está
debilitado por la enfermedad o el dolor, ni tampoco desmayado; no nos arden los
labios de fiebre ni de frío. Es el primer beso que de verdad hace que se me agite algo
en el pecho, algo cálido y curioso. Es el primer beso que me hace desear un segundo.



—Peeta —digo, como si nada—, en la entrevista dijiste que estás enamorado de mí
desde que tienes uso de razón. ¿Cuándo empezó esa razón?
—Bueno, a ver... Supongo que el primer día de clase. Teníamos cinco años y tú
llevabas un vestido de cuadros rojos y el pelo..., el pelo recogido en dos trenzas, en
vez de una. Mi padre te señaló cuando esperábamos para ponernos en fila.
—¿Tu padre? ¿Por qué?
—Me dijo: «¿Ves esa niñita? Quería casarme con su madre, pero ella huyó con un
minero».
—¿Qué? ¡Te lo estás inventando!
—No, es completamente cierto. Y yo respondí: «¿Un minero? ¿Por qué quería un
minero si te tenía a ti?». Y él respondió: «Porque cuando él canta... hasta los pájaros
se detienen a escuchar».
—Eso es verdad, lo hacen. Es decir, lo hacían —digo.
Pensar en el panadero diciéndole eso a Peeta me desconcierta y, ante mi sorpresa,
me emociona. Me parece que mi renuencia a cantar, la forma en que rechazo la
música no se debe en realidad a que lo considere una pérdida de tiempo. Podría ser
porque me recuerda demasiado a mi padre.
—Así que, ese día, en la clase de música, la maestra preguntó quién se sabía la
canción del valle. Tú levantaste la mano como una bala. Ella te puso de pie sobre un
taburete y te hizo cantarla para nosotros. Te juro que todos los pájaros de fuera se
callaron.
—Venga ya —repuse, riéndome.
—No, de verdad. Y, justo cuando terminó la canción, lo supe: estaba perdido,
igual que tu madre. Después, durante los once años siguientes, intenté reunir el valor
suficiente para hablar contigo.
—Sin mucho éxito.
—Sin mucho éxito. Así que, en cierto modo, el que saliese mi nombre en la cosecha

fue un golpe de buena suerte.
Durante un instante siento una alegría casi absurda y después no entiendo nada,
porque se supone que estamos inventándonos estas cosas, fingiendo estar
enamorados, no estándolo de verdad.
Pero lo que cuenta Peeta suena a verdad: la parte sobre mi padre y los pájaros, y es
cierto que canté el primer día del colegio, aunque no recuerdo la canción. Y ese
vestido de cuadros rojos... existía, lo heredó Prim y acabó tan desgastado que quedó
hecho trizas después de la muerte de mi padre.
Eso también explicaría otra cosa: por qué Peeta se arriesgó a una paliza por darme
el pan aquel horrible día. Entonces, si todos los detalles son ciertos..., ¿podría serlo lo
demás?
—Tienes una... memoria asombrosa —comento, vacilante.
—Lo recuerdo todo sobre ti —responde él, poniéndome un mechón suelto detrás
de la oreja—. Eras la única que no se daba cuenta.
—Ahora sí.
—Bueno, aquí no tengo mucha competencia.
Quiero retirarme, cerrar de nuevo las compuestas, pero sé que no puedo, es como
si oyese a Haymitch susurrándome al oído: «¡Dilo, dilo!». Así que trago saliva y me
arranco las palabras.
—No tienes mucha competencia en ninguna parte.
Esta vez, soy yo la que se inclina para besarlo.




Apenas se han tocado nuestros labios cuando el estruendo del exterior nos
sobresalta. Saco el arco, con la flecha lista para disparar, pero no se oye nada más.
Peeta se asoma entre las rocas y da un salto; antes de que pueda detenerlo, sale a la
lluvia y me pasa algo, un paracaídas plateado atado a una cesta. La abro de
inmediato y dentro hay un banquete: panecillos recién hechos, queso de cabra,
manzanas y, lo mejor, una sopera llena de aquel increíble estofado de cordero con
arroz salvaje, el mismo plato del que le hablé a Caesar Flickerman cuando me
preguntó por lo que más me había impresionado del Capitolio.
—Supongo que Haymitch por fin se ha hartado de vernos morir de hambre —
comenta Peeta al meterse en la cueva, con el rostro iluminado como el sol.
—Supongo.
Sin embargo, en mi cabeza oigo las palabras engreídas, aunque ligeramente
exasperadas, de Haymitch: «Sí, eso es lo que busco, preciosa».
Suzanne Collins Los Juegos del Hambre
185
—Será mejor que nos tomemos el estofado con calma, ¿recuerdas la primera noche
en el tren? La comida pesada me hizo vomitar, y ni siquiera estaba muriéndome de
hambre por aquel entonces.
—Tienes razón. ¡Podría tragármelo entero de un bocado! —comento, pesarosa,
aunque no lo hago. Nos comportamos con bastante sensatez; cogemos un panecillo
cada uno, media manzana, y una ración de estofado y arroz del tamaño de un huevo.
Me obligo a comer el estofado en cucharaditas diminutas (nos han enviado hasta
cubiertos y platos), saboreando cada bocado. Cuando terminamos, me quedo
mirando el plato con anhelo—. Quiero más.
—Yo también. Vamos a hacer una cosa: esperamos una hora y, si no lo echamos,
nos servimos más.
—De acuerdo. Va a ser una hora muy larga.
—Quizá no tanto —responde él—. ¿Qué estabas diciendo justo antes de que
llegase la comida? Algo sobre no tener... competencia..., que soy lo mejor que te ha
pasado...
—No recuerdo haber dicho eso último —digo, esperando que aquí esté demasiado
oscuro para que las cámaras recojan mi rubor.
—Ah, es verdad, eso era lo que estaba pensando yo. Ven aquí, me estoy helando.

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